El concepto smart city tenía todos los componentes que un representante público podría desear como bandera de marketing político: tecnología a borbotones, rebosante innovación y promesas de mágicas e inmediatas mejoras en la calidad de vida de sus conciudadanos y votantes. El SXXI por fin había llegado a las ciudades, y no habría representante que se precie que no hubiera querido surfear esa ola de modernidad digna de película.
A tener de los hechos, el Internet of Things (IoT) aplicado a las ciudades ha resultado un plato de cocción algo más lenta, a pesar de la olla exprés de las pasadas elecciones municipales. Sensorizar múltiples elementos de mobiliario urbano y recoger una cantidad ingente de datos en una plataforma no es, en sí mismo, algo que nos permita recuperar la inversión, ni mostrar mejoras inmediatas. Todo nuevo camino requiere, al menos, un paso atrás por cada dos hacia delante.
La relevancia de ser dueño de los datos
Cuando uno pregunta ingenuamente los ahorros y retornos en aquellas ciudades pioneras, además de espaldas cubiertas de flechas y evasivas, comparten promesas de futura eficiencia, basadas en el análisis de unos datos que antes eran propiedad de terceros.
A día de hoy, los principales servicios públicos a nivel local son gestionados, en general, por grandes concesionarias estatales: Agua, basuras, limpieza viaria, alumbrado público… Millones de euros adjudicados en pliegos al peso, repletos de condiciones de servicio que un ayuntamiento medio no tiene capacidad para medir ni fiscalizar.
La verdadera oportunidad del, en parte ya ajado, concepto de smart city es devolver la capacidad de control de los servicios públicos a sus verdaderos dueños: la ciudadanía. La propiedad de los datos permitirá modificar el modelo de relación con las concesionarias, evolucionando hacia el pago por prestación de servicios certificados basados en indicadores, recogidos y medidos de forma automática. En aquellos casos donde el servicio se remunicipalice, cambiaría el prestador, pero no el valor para el usuario.
Un caso de uso ecologista
Cuándo ha pasado el camión por mi calle a recoger la basura? Cada cuántos días se llena el contenedor de papel? Cuántas toneladas de residuos generamos y envíamos al gestor?
Más allá de ser capaz de responder a preguntas simples a través de la recogida automática de datos, apoyada en sensores, etiquetas RFID y otros inventos, el reto de la gestión de residuos sólidos urbanos (RSU) es doble:
- Reducir el volumen de los residuos que se depositan en la bolsa negra, la fracción denomida restos, con un coste de gestión en Galicia de 80€/Tm, al cual hay que sumar el coste aún mayor de recogida.
- Aumentar la cantidad y calidad de las fracciones reciclables: papel y cartón, vidrio, plásticos y envases, por los cuales en lugar de pagar, cobramos.
Nos capacita una plataforma de smart city para resolver estos retos? Por sí misma, no. La tecnología no va a lograr por arte de magia que el vecino del quinto consuma de forma responsable, ni que separe y deposite adecuadamente las fracciones.
Sin embargo, el poseer datos sobre qué vecindarios lo hacen mejor o peor, sí permitiría enfocar los esfuerzos de concienciación, pudiendo también premiar a aquellos que lo hagan bien… Cómo exactamente? Difícil saberlo a priori. Sin datos, no hay análisis posible.
La fórmula para la puesta en práctica se asemejería a la siguiente:
Datos + análisis + participación + corresponsabilidad = Sostenibilidad + ahorro
La inteligencia de una ciudad no es otra que la de todas y cada una de las personas que viven en ella. El verdadero reto es empoderar la inteligencia individual para convertirla en inteligencia colectiva, y utilizarla en pro del bien común.